4. “Charlemos un
poquito sobre lo que dijeron
estos dos profetas”
(Papa Francisco en la Catedral
de La Habana, 20 septiembre 2015)
Presentación
Igual que hizo el Papa en Quito, en el encuentro con
religiosas, religiosos y seminaristas y sacerdotes, que dejó el texto
preparado, y habló en forma de conversación, ex corde, lo que le venía al
corazón, porque lo lleva dentro desde hace tantos años, así acaba de ocurrir en
Cuba en circunstancia similar. Traemos este texto (tomado de vatican.va) para
la reflexión personal y confrontación científica con la pregunta de ¿Quién
es un profeta?
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Catedral de La Habana - Domingo 20 de septiembre de
2015
Palabras pronunciadas por el Santo Padre
Vísperas, día 20
El
Cardenal Jaime nos habló de pobreza y la hermana Yaileny [Sor Yaileny Ponce
Torres, Hija de la Caridad] nos habló del más pequeño, de los más pequeños:
“son todos niños”. Yo tenía preparada una Homilía para decir ahora, en base a
los textos bíblicos, pero cuando hablan los profetas –y todo sacerdote es
profeta, todo bautizado es profeta, todo consagrado es profeta–, vamos a
hacerles caso a ellos. Y entonces, yo le voy a dar la Homilía al Cardenal Jaime
para que se las haga llegar a ustedes y la publiquen. Después la meditan. Y
ahora, charlemos un poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.
Al
Cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar una palabra muy incómoda, sumamente
incómoda, que incluso va de contramano con toda la estructura cultural, entre
comillas, del mundo. Dijo: “pobreza”. Y la repitió varias veces. Y pienso que el
Señor quiso que la escucháramos varias veces y la recibiéramos en el corazón.
El espíritu mundano no la conoce, no la quiere, la esconde, no por pudor, sino
por desprecio. Y, si tiene que pecar y ofender a Dios, para que no le llegue la
pobreza, lo hace. El espíritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que
se vació a sí mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló, para ser uno de
nosotros.
La
pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan generoso –había cumplido todos
los mandamientos– y cuando Jesús le dijo: “Mirá, vendé todo lo que tenés y
dáselo a los pobres”, se puso triste, le tuvo miedo a la pobreza. La pobreza,
siempre tratamos de escamotearla, sea por cosas razonables, pero estoy hablando
de escamotearla en el corazón. Que hay que saber administrar los bienes, es una
obligación, pues los bienes son un don de Dios, pero cuando esos bienes entran
en el corazón y te empiezan a conducir la vida, ahí perdiste. Ya no sos como
Jesús. Tenés tu seguridad donde la tenía el joven triste, el que se fue
entristecido. A ustedes, sacerdotes, consagrados, consagradas, creo que les
puede servir lo que decía San Ignacio –y esto no es propaganda publicitaria de
familia, no–, pero él decía que la pobreza era el muro y la madre de la vida
consagrada. Era la madre porque engendraba más confianza en Dios. Y era el muro
porque la protegía de toda mundanidad. ¡Cuántas almas destruidas! Almas
generosas, como la del joven entristecido, que empezaron bien y después se les
fue apegando el amor a esa mundanidad rica, y terminaron mal. Es decir,
mediocres. Terminaron sin amor porque la riqueza pauperiza, pero pauperiza mal.
Nos quita lo mejor que tenemos, nos hace pobres en la única riqueza que vale la
pena, para poner la seguridad en lo otro.
El
espíritu de pobreza, el espíritu de despojo, el espíritu de dejarlo todo, para
seguir a Jesús. Este dejarlo todo no lo invento yo. Varias veces aparece en el
Evangelio. En un llamado de los primeros que dejaron las barcas, las redes, y
lo siguieron. Los que dejaron todo para seguir a Jesús. Una vez me contaba un
viejo cura sabio, hablando de cuando se mete el espíritu de riqueza, de mundanidad
rica, en el corazón de un consagrado o de una consagrada, de un sacerdote, de
un Obispo, de un Papa, lo que sea. Dice que, cuando uno empieza a juntar plata,
y para asegurarse el futuro, ¿no es cierto?, entonces el futuro no está en
Jesús, está en una compañía de seguros de tipo espiritual, que yo manejo, ¿no?
Entonces, cuando, por ejemplo, una Congregación religiosa, por poner un
ejemplo, me decía él, empieza a juntar plata y a ahorrar y a ahorrar, Dios es
tan bueno que le manda un ecónomo desastroso que la lleva a la quiebra. Son de
las mejores bendiciones de Dios a su Iglesia, los ecónomos desastrosos, porque
la hacen libre, la hacen pobre. Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre, Dios la
quiere pobre, como quiso pobre a nuestra Santa Madre María. Amen la pobreza
como a madre. Y simplemente les sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas, de
preguntarse: ¿Cómo está mi espíritu de pobreza?, ¿cómo está mi despojo
interior? Creo que pueda hacer bien a nuestra vida consagrada, a nuestra vida
presbiteral. Después de todo, no nos olvidemos que es la primera de las
Bienaventuranzas: Felices los pobres de espíritu, los que no están apegados a
la riqueza, a los poderes de este mundo.
La hermana (Hija de la caridad) profetisa
Y la hermana nos hablaba de los últimos, de los más pequeños que,
aunque sean grandes, uno termina tratándolos como niños, porque se presentan
como niños. El más pequeño. Es una
frase de Jesús esa. Y que está en el protocolo sobre el cual vamos a ser
juzgados: “Lo que hiciste al más pequeño de estos hermanos, me lo hiciste a
mí”. Hay servicios pastorales que pueden ser más gratificantes desde el punto
de vista humano, sin ser malos ni mundanos, pero cuando uno busca en la preferencia
interior al más pequeño, al más abandonado, al más enfermo, al que nadie tiene
en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y sirve al más pequeño, está
sirviendo a Jesús de manera superlativa. A vos te mandaron donde no querías ir.
Y lloraste. Lloraste porque no te gustaba, lo cual no quiere decir que seas una
monja llorona, no. Dios nos libre de las monjas lloronas, ¿eh?, que siempre se
están lamentando. Eso no es mío, eso lo decía Santa Teresa, ¿eh?, a sus monjas.
Es de ella. Guay de aquella monja que anda todo el día lamentándose porque me
hicieron una injusticia. En el lenguaje castellano de la época decía: “guay de
la monja que anda diciendo: hiciéronme sin razón”. Vos lloraste porque eras
joven, tenías otras ilusiones, pensabas quizás que en un colegio podías hacer
más cosas, y que podías organizar futuros para la juventud. Y te mandaron ahí
–“Casa de Misericordia” –, donde la ternura y la misericordia del Padre se hace
más patente, donde la ternura y la misericordia de Dios se hace caricia. Cuántas
religiosas, y religiosos, queman –y repito el verbo, queman–, su vida,
acariciando material de descarte, acariciando a quienes el mundo descarta, a
quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a quienes
el mundo hoy día, con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se prevé que
puede venir con una enfermedad degenerativa, se propone mandarlo de vuelta,
antes de que nazca. Es el más pequeño. Y una chica joven, llena de ilusiones,
empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios en su misericordia.
A veces no entienden, no saben, pero qué linda es para Dios y que bien que hace
a uno, por ejemplo, la sonrisa de un espástico, que no sabe cómo hacerla, o
cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de Dios, esa
es la misericordia de Dios. O cuando están enojados y te dan un golpe. Y quemar
mi vida así, con material de descarte a los ojos del mundo, eso nos habla solamente
de una persona. Nos habla de Jesús, que, por pura misericordia del Padre, se hizo
nada, se anonadó, dice el texto de Filipenses, capítulo dos. Se hizo nada. Y
esta gente a la que vos dedicás tu vida imitan a Jesús, no porque lo quisieron,
sino porque el mundo los trajo así. Son nada y se los esconde, no se los
muestra, o no se los visita. Y si se puede, y todavía se está a tiempo, se los
manda de vuelta. Gracias por lo que hacés y en vos, gracias a todas estas
mujeres y a tantas mujeres consagradas, al servicio de lo inútil, porque no se
puede hacer ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se puede llevar adelante
absolutamente nada “constructivo” entre comillas, con esos hermanos nuestros,
con los menores, con los más pequeños. Ahí resplandece Jesús. Y ahí resplandece
mi opción por Jesús. Gracias a vos y a todos los consagrados y consagradas que
hacen esto.
“Padre,
yo no soy monja, yo no cuido enfermos, yo soy cura, y tengo una parroquia, o
ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño?
¿Cuál es aquél que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo
que encontrar?”. Obviamente, sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25. Ahí los
tenés a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo. Ahí los vas a
encontrar, pero hay un lugar privilegiado para el sacerdote, donde aparece ese
último, ese mínimo, el más pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese
hombre o esa mujer te muestra su miseria, ¡ojo!, que es la misma que tenés vos
y que Dios te salvó, ¿eh?, de no llegar hasta ahí. Cuando te muestra su
miseria, por favor, no lo retes, no lo arrestes, no lo castigues. Si no tenés
pecado, tirale la primera piedra, pero solamente con esa condición. Si no,
pensá en tus pecados. Y pensá que vos podés ser esa persona. Y pensá que vos,
potencialmente, podés llegar más bajo todavía. Y pensá que vos, en ese momento,
tenés un tesoro en las manos, que es la misericordia del Padre. Por favor –a
los sacerdotes–, no se cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de
perdonar, como lo hacía Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así
como esta monja y todas las que están en su mismo trabajo no se ponen furiosas
cuando encuentran al enfermo sucio o mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo
cuidan, así vos, cuando te llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas
neurótico, no lo eches del confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba.
Jesús los quería. Mañana festejamos San Mateo. Cómo robaba ese. Además, cómo
traicionaba a su pueblo. Y dice el Evangelio que, a la noche, Jesús fue a cenar
con él y otros como él. San Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve
mucho: “Donde hay misericordia, está el espíritu de Jesús. Donde hay rigidez,
están solamente sus ministros”.
Hermano
sacerdote, hermano Obispo, no le tengas miedo a la misericordia. Dejá que fluya
por tus manos y por tu abrazo de perdón, porque ese o esa que están ahí son el
más pequeño. Y por lo tanto, es Jesús. Esto es lo que se me ocurre decir
después de haber escuchado a estos dos profetas. Que el Señor nos conceda estas
gracias que ellos dos han sembrado en nuestro corazón: pobreza y misericordia.
Porque ahí está Jesús.
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